—Ha sido el sargento Casas y el traductor Mirko, cerca de Mostar. El vehículo ha caído por un terraplén. —Venía como si el accidente lo hubiera tenido también él—, hemos estado ayudando a recuperar los cuerpos.
Sacó un paquete de tabaco y me ofreció un cigarrillo que cogí al tiento, por la penumbra que nos rodeaba, y traté de encender pero el pulso me temblaba. Dragan encendió el suyo y, mirándome a los ojos, dio una profunda calada que, al expulsar el humo, la sentí como un suspiro. Se quitó el cigarro de los labios y me lo ofreció para intercambiarlo con el mío porque yo no era capaz de atinar para encenderlo y él lo hizo por mí.
(fragmento de una próxima novela de Gaby Taylor)
Y vuelvo a la carga con el tema de la censura a colación de un artículo que he leído esta semana escrito por académico Darío Villanueva ante la publicación de su nuevo trabajo titulado ‘Morderse la lengua’, donde realiza un documentado alegato contra la corrección política y la posverdad, “los síntomas de nuestro tiempo” y en él me encuentro el comentario y cito textualmente: «Hay filólogos que me han comentado que las últimas ediciones de algunas novelas de escritores vivos tienen una diferencia muy llamativa respecto a versiones anteriores: los personajes ya no fuman. Es caricaturesco, o anecdótico, pero es representativo de lo que estamos diciendo: el propio escritor, sin que nadie le obligue, se da cuenta de que la fumarreta no es políticamente correcta. Y les quitan el tabaco a sus personajes. Y no pasa nada».
Me he dado cuenta de que incluso yo he llegado a pensar si debería de mantener el hábito de fumar en los mis personajes, o es algo que debería de evitar. Y cuando mi parte del cerebro que es el analista y lógico me abofetea, comprendo la idiotez de mi postulado, pero también me he dado cuenta de hasta donde influye en la actualidad, ese miedo a las redes sociales que te montan un escrache y acaban hundiendo el trabajo de un escritor por algo, que para empezar, es ficción y después no es ilegal (de momento).
Ya me causa bastante sorpresa que en las bases de un premio, al que se presentan muchos autores independientes, se censure cierto tipo de novelas, que luego vende a espuertas en su tienda online, entre las que se encuentran las mías que son romántico-eróticas. Por lo tanto como para encima fustigarme con una autocensura, me niego. Y por eso no me presento a ese tipo de premios que censuran algunos géneros en sus bases. Si soy independiente, lo soy con todas sus consecuencias. Y aquí añado que es mi opinión y que ancha es Castilla para el resto de autores, faltaría más.
Desde luego esa acción la comento desde el mero aspecto informativo para demostrar como, a fin de cuentas, al final la censura existe. Lo malo que no es como la de antes, que sabías exactamente que era lo que no se debía de publicar y, aún así, los buenos escritores eran capaces de, hilando muy fino, al igual que los directores de cine, bordear esa censura y llegar a decir más de lo que en un momento ese autor hubiera dicho sin mediar ese veto. El problema que veo ahora es que no existe una clara línea de lo que es políticamente o no correcto y apelamos a una falsa libertad de expresión, cuando todos sabemos que dependemos del poder de unas anónimas RRSS donde, personas escondidas detrás de sus teclados, pueden echar por tierra el trabajo de años de autores por una mal entendida retroactividad. Así acabará llegando el caso de que Humphrey Bogart tendrá que dejar de fumar si se emite de nuevo «Casablanca».
A la conclusión que llego es que, si se está luchando por ser escritor independiente y no estar bajo el mal llamado a veces yugo de las editoriales tradicionales, y luego nos vamos a dejar comer el terreno por el lector anónimo agazapado en las redes sociales. ¿Dónde está en realidad nuestra independencia? Es algo a lo que le he estado dando vueltas y ya que me meto en este charco de publicar novelas invirtiendo en un proyecto, debo de mantener una rentabilidad para que ese charco me compense, pero no una rentabilidad al gusto de lectores anónimos o de convocatorias donde las bases no se ajusten a mi propio estilo de escritura, si no a mi propio gusto porque si no ¿para qué estamos aquí? ¿Para darle gusto a la gente o a nosotros mismos?
Y junto con la censura tenemos el ataque gratuito y personal al escritor porque hay quién no tiene argumentos para hacer una auténtica crítica, como el caso que le ha ocurrido a Eva García Sáenz de Urturi, premio Planeta 2020, a la que la han calificado en varios artículos y ataques como: «Golfa, tipeja, inmadura y ama de casa». A lo que ella contesta en la página de Zenda libros y que recomiendo su lectura. Lo que podría ser un buen año para disfrutar de su merecido premio se está convirtiendo seguramente en una época en la que no le apetecerá prodigarse mucho en las redes visto lo visto. Y no me vale esa frase de que con lo que se lleva de premio, que también he oído por ahí. No señoras y señores, el insulto tan utilizado en España por pura envidia es de hacérselo consultar a especialistas que tratan de esos temas.
En resumen, si hoy en día, sacar adelante un proyecto literario supone un gran esfuerzo de tiempo y dinero, para encima tener que luchar a brazo partido contra personas ocultas en las redes, vamos apañados. Anónimos que están a la espera de ver si tienen su minuto de gloria gracias a la censura y campañas de acoso y derribo ante la falta, supongo, de otras expectativas en sus vidas. Me gustaría que muchas de esas personas reflexionaran porque, aunque sea de forma humilde, el 80% de los escritores independientes generan riqueza y trabajo, ya que tras ellos hay pequeños equipos de profesionales que se ganan la vida corrigiendo, editando, maquetando y diseñando portadas, además de imprentas y personal que distribuye nuestros trabajos. Y si alguien tiene una queja o una crítica, que por lo menos se pare a pensar el daño que puede llegar a hacer y si siente que lo que un autor escribe no es de su gusto, no hace falta que lo censure y lo hunda en las redes, que se busque otro escritor que sea de su agrado y que deje vivir al resto de personas que se ganan la vida, o lo intentan, con una forma de trabajar tan digna como seguramente será la del crítico-censor. Y si de verdad quiere ayudar con una crítica, que sea constructiva.