Cuando se es escritor podemos decir que somos dueños de las palabras o lo que es lo mismo, que debemos ser capaces de manejarlas a nuestro antojo y conocer los límites de su uso. Una especie de magos con la habilidad de unir letras y con ello crear mundos, espacios, historias, presentar alegrías y tristezas e incluso, llegado el caso, ser dueños de expresar nuestros propios sentimientos a través de los escritos o acogernos al silencio para dejar que el viento se lleve todo lo que no queremos que se conozca.
Siempre he pensado que cuando nacemos se nos dan una serie de dones que nosotros tenemos que ser capaces de desarrollar y que estos dones se nos conceden en forma de palabra. Unos vienen al mundo con las cualidades de ser simpáticos, cariñosos, alegres, introvertidos, tímidos, curiosos…, pero luego la vida sigue añadiendo palabras a nuestro guión vital si no sabes gestionar las primeras que nos dieron al nacer. Así empiezan a aparecer otros términos menos amables: miedo, frustracion, angustia, envidia, culpa…que nos harán convertirnos en los seres humanos que somos de adultos.
Por ello hay que tener claro que las palabras que utilizamos tienen la capacidad de transformar nuestra realidad. Ya lo decía el filósofo Ludwig Wittgenstein: «los límites de mi lenguaje son los límites de mi mundo», así creo que la lectura y asumir un amplio lenguaje harán que nuestro mundo tenga unos límites mucho más extensos y que además se expanda como lo hace el universo.
Hay estudios que demuestran que percibiremos e interactuaremos en el mundo según las palabras hayan configurado a nuestro cerebro. Un órgano que si bien no tienen las características de los músculos si es moldeable por las emociones y estas las transmitimos por las palabras. Si son emociones negativas hacen que liberemos cortisol, la hormona del estrés. Por lo cual, adoptar una actitud negativa y usar un lenguaje basado en expresiones como no puedo, fracaso o es imposible podría debilitar la salud física y mental de una persona. Por el contrario, estudios como el famoso Informe Monja —que demostró que las monjas que usaban en su lenguaje más términos positivos vivían hasta diez años más—, nos muestran que expresar palabras positivas y escuchar lenguaje motivador en nuestro ambiente diario favorece nuestra salud. En resumen que podemos decir que somos las palabras que usamos y nuestra esperanza de vida tiene un terreno muy interesante que abonar para cultivar esa actitud positiva.
Un ejemplo de ello lo tenemos en el hecho de que no causa el mismo efecto decir: «has hecho un buen trabajo, pero me lo has entregado tarde» que «me lo has entregado tarde, pero has hecho un buen trabajo». Dejar lo malo para el final hace que el efecto negativo perdure, que ese pero anule lo anterior. Y eso es algo que como escritores deberíamos de saber gestionar a la hora de escribir como a la hora de vivir. Recalco el título de mi entrada, somos dueños de nuestras palabras, podemos elegir libremente cuales usamos y cuales no. Casi podría decir que al igual que se dice la frase: somos lo que comemos, también somos lo que decimos y nuestras expectativas seran tan grandes en tanto en cuanto amplio sea nuestro vocabulario y tenga un carácter motivador. La gente mezquina, frustrada, intolerante, amargada, se queda sola porque tiene pocas palabras que decir y las escasas que tiene hacen que la gente huya de su entorno como lo apestados que son. Tienen un circo alrededor que les palmea la espalda en los comienzos de la relación pero al cabo de un tiempo, a las primeras de cambio, mirarán en su entorno y todo habrá cambiado, quedándose también dueños de sus silencios, pero un silencio que no es buscado, sino otorgado por su mal uso de las palabras.
Silencios interiores y exteriores
También hay frases que nos dicen que las palabras son más afiladas que las espadas y que se vale más por lo que se calla que por lo que se dice. Hay momentos en la vida en los que es mejor no usar las palabras sino batirse en duelo con los silencios; silencios interiores que acallan esos malos términos que brotan de los corazones dañados, pero que son fáciles de dominar con palabras amables que les curen de las heridas. Para qué dar explicaciones cuando no hay mas desprecio que el no aprecio. El valor del silencio está subestimado cuando es realidad es un arma de las más potentes. En un mundo dónde lo que más oímos es un continuo parloteo sin sentido y en el que el valor de la palabra dada parece no servir de mucho, porque donde se dijo digo ahora se dice Diego y nos quedamos tan panchos, creo que deberiamos volver a retomar con fuerza el silencio voluntario. Por eso creo que lo mejor es mantenerse en un segundo plano, rumiando las palabras no usadas y dejándo que los demás se gasten en un discurso vacuo e inútil que carece de significado porque son palabras vacias que no llevan a nada.
Desde hace tiempo trabajo el silencio interior porque aquello que no se piensa no tiene palabra que lo formalice, aquello que se olvida carece de importancia, aquello que se diluye es porque fue poco valioso en su momento y no vale que ocupe espacio en mi mente. Y si vas a usar verbos, usa aquellos tiempos verbales que nos dan una gran oportunidad para cambiar nuestras emociones. Si en lugar del condicional usamos el futuro, cambiamos un escenario hipotético por uno cierto. No es lo mismo decir: “Si escribo un libro, sería sobre felicidad” que “Cuando escriba un libro será sobre felicidad”. En el condicional vive la duda, en el futuro la certeza.
Como esto es un blog de una autora voy a poner un ejemplo de todo lo que llevo hablado en forma de título y así os acerco a la novela 1984 de George Orwell. Como bien me han recordado ayer, hablando sobre esta entrada en mi blog, en ella aparece esta premisa que comento en forma de una Neolengua, donde desaparecen vocablos o se les elimina significados que pueden ser peligrosos para el sistema de gobierno totalitario implantado por el Partido y que tan bien se desarrolla en la trama este escritor británico. Por ejemplo, para evitar que la población desee o piense en la libertad, se eliminan los significados no deseados de la palabra, de forma que el propio concepto de libertad política o intelectual deje de existir en las mentes de los hablantes. Esto está basado en el postulado del filósofo griego Parménides que nos habla de que aquello que no se piensa no tiene una palabra que lo sustente y por tanto no existe. En mi caso siempre he dicho que aquello que no conocemos no lo podemos soñar e incluso tampoco podemos escribir sobre ello.

A todo lo que llevo comentado también añadiría que esa es otra cualidad que tenemos los escritores, no solo podemos cambiar un poco el mundo que nos rodea sino mejorar el mundo interior en el que vivimos. Respeto a todos aquellos que escriben y necesitan una vida atormentada y carente de esperanzas para poder inspirarse, pero en mi caso prefiero una vida luminosa y cargada de buenos augurios e ilusiones, que me sirvan para desarrollar buenos argumentos, pues para escribir a un personaje oscuro y atormentado ya tengo ejemplos en mi entorno sin necesidad de sufrirlo. Tampoco hay que empatizar tanto a la hora de escribir, solo ser meros transcriptores de las realidades que nos rodean, sin ir más alla, para que no nos afecten esas vidas frustradas y carentes de futuro. Y, por supuesto, cuidar nuestro interior, teniendo en cuenta que muchas veces un buen silencio vale más que mil palabras. “De lo que no se habla, no existe. Y lo que no existe, se margina”
«La tristeza es la cuna de inspiración de todo escritor», según Agatha Christie. No soy de verdades absolutas, pero coincido bastante con ella. Las almas atormentadas necesitan más de la expresión, de esa liberación que supone pensar, para poder trasladar las ideas y emociones al papel y, de ese modo, verlas con cierta distancia de cara a entender, asumir y curar.
Me gustaMe gusta